Parte 2
En la antigua Roma y en Grecia empezaron a circular las tablillas de cera, mucho más prácticas que los materiales precedentes de escritura. Se trata de pequeños bloques de madera que se recubrían con capas y capas de cera e incisos con la punta de un punzón (de madera, de metal, de hueso o de marfil). Las tablillas podían rascarse y reutilizarse. Lo innovador era la forma: las tablillas (que recuerdan a las actuales tabletas) estaban unidas en un extremo mediante hilos de cuerda o de hierro. Estamos frente al antepasado de las carpetas de anillas y de los libros encuadernados.
Los códices, libros reales
Hemos llegado a la mayor revolución en la historia del libro. Una revolución que, al igual que la que estamos viviendo ahora, suscitó reacciones diversas en los lectores. Los romanos los llamaban «códices», un nombre que deriva del latín «caudex» (corteza, tronco de árbol). Los códices tenían aspecto de libro como lo entendemos actualmente: estaban protegidos por una cubierta de madera (o de hojas de papiro o pergamino pegadas) y su interior incluía hojas de papiro escritas en ambos lados.
La gran revolución reside en la comodidad del formato: los códices eran de dimensiones reducidas, las páginas eran fáciles de hojear y los números de página y el índice facilitaban su consulta.
A pesar de esto, los paganos y el pueblo judío seguían muy apegados a la tradición del rollo y se mostraban muy desconfiados ante la novedad. Sin embargo, por otra parte estaba la comunidad cristiana, que acogió con entusiasmo la novedad descubierta, con los monjes que transcribían en los códices oraciones y textos sagrados. En la Edad Media, el cristianismo fue decisivo en la afirmación de los «nuevos libros», que se volvieron un importantísimo medio de transmisión de las obras literarias.
Recordemos que ya en el año 105 d. C., en la lejana China, Cai Lun inventó el papel. Sin embargo, todavía hubo que esperar un poco de tiempo para ver el primer libro encuadernado con páginas de papel. En el período del 400-600 d. C. aparecieron los primeros manuscritos iluminados en hojas de pergamino. Estos valiosos libros estaban escritos a mano por los monjes, decorados con materiales preciosos, como plata u oro, coloreados con tintes brillantes y adornados con ilustraciones detalladas.
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